A mediados del siglo XX, hace apenas unas décadas, cuando ya se avizoraba la globalización actual, parecían exóticos aquellos que decían que la universalización de la cultura era una de sus peores consecuencias.
Tenían razón. Los 60´s pusieron de moda el rock, los bluyines y la minifalda. Y la juventud, en todas las latitudes, empezó a cantar canciones en inglés y a asumir comportamientos ajenos a su idiosincrasia.
Y empezamos a avergonzarnos de nuestras tradiciones, de nuestras raíces, de nuestra cultura y a pensar que lo foráneo era lo mejor. Poco a poco fuimos perdiendo la identidad.
Ya nuestro entorno no nos dice nada. Y queremos vivir en conjuntos residenciales en los que si algo nos identifica es el ser anónimos. Despreciamos las casas de los abuelos con sus portones con aldaba y sus pisos de ladrillo. Y el naranjo en medio del patio adornado con flores de todos los colores y la pila y la cocina grande que se convertía en el sitio de encuentro de las mujeres y los niños.
Los socorranos olvidamos que los tejados pertenecen a nuestra historia. Ellos, junto a las torres de la catedral y la cordillera majestuosa que nos protege y nos cuida, completan el espectáculo maravilloso que poco a poco se deteriora.
A la catedral ya la estamos recuperando, pero el inexorable paso de los años y, quizá, el desconocimiento del valor histórico y cultural de quienes toman decisiones, ha permitido que se destruyan las casas y los tejados que se construyeron dentro de los planos ortogonales que los colonizadores impusieron en América. En esta cuadrícula española las poblaciones se desarrollaban alrededor de la plaza, un módulo sin edificar en cuyo entorno se ubicaban la iglesia, la casa cural, las instituciones político administrativas y las casas de los personajes más importantes del pueblo.
Sólo en el siglo pasado, del Parque de la Independencia desaparecieron casi todas las edificaciones que le daban un aire medieval y esa imagen entre romántica y nostálgica al Socorro. La malinterpretada idea de progreso, a veces, y a veces la fatalidad, destruyeron las casas de la Presidencia del Estado Soberano de Santander, el club del Socorro, la Escuela Industrial, la casa de Franky donde estaban instaladas las oficinas del poder judicial, la Cervecería Alemana, la casa de Francisco Linares, la alcaldía y la cárcel. Hoy solo se conservan la casa de Berbeo, la casa cural y la casa de la familia Gómez Moreno.
Parece una paradoja, pero son los jóvenes los llamados a detener la destrucción lenta pero segura del Socorro. Y son los mayores los que deben asumir la tarea de darles a conocer la importancia de conservar lo que queda, de enseñarles a apreciar la belleza de su territorio.
Dicen que no se ama lo que no se conoce. Son los padres de familia, los maestros, las organizaciones sociales quienes deben asumir este compromiso. Si los jóvenes no aman su pueblo, nunca defenderán sus herencias culturales y arquitectónicas.
Y no serán ellos los culpables.